«Quien
no desperdicia lo útil
jamás carece de lo necesario.»
POPULAR
ra Matías un joven campesino que vivía en un
pequeño pueblo de una sierra cuyo nombre no viene
ahora al caso. Las penurias de aquellos tiempos y
la precariedad de su familia le obligaban a
levantarse cada mañana muy temprano para cultivar
un modesto huerto familiar, donde trabajaba más
de doce horas para obtener unos frutos que, luego,
un hermano suyo menor que él se encargaba de
vender en el mercado y lograr, de esta manera,
algún dinero que les permitiese vivir con
dignidad.
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Las penurias de aquellos tiempos y
la precariedad de su familia le obligaban a
levantarse cada mañana muy temprano para cultivar
un modesto huerto familiar. |
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Pero el joven labriego no estaba contento con su labor.
Pensaba que su trabajo era excesivo para el escaso
beneficio que obtenía, sentimiento que se le
agudizaba al comprobar que su amigo Julián, que
trabajaba en la capital de la provincia,
disfrutaba de una mejor calidad de vida, con menor
esfuerzo y sacrificio.
En numerosas ocasiones, el amigo había intentado
convencerle de que se trasladase con él a la
ciudad, ya que le había conseguido un trabajo de
ayudante de cocina en el mismo hotel en que
Julián realizaba las labores de recepcionista.
Entre las ventajas que presentaba la propuesta,
las más atractivas para el infortunado amigo eran
las de estar obligado a un trabajo que sólo
requería un esfuerzo de sólo ocho horas por
jornada y de percibir un salario bastante
aceptable.
Matías no tenía idea alguna del oficio que su amigo le
proponía, pero su carácter animoso y emprendedor
había hecho de él una persona resuelta y
decidida, y, así, pensaba que, poniendo mucho
interés y empeño los primeros meses, no
tardaría mucho en aprender una profesión que iba
a reportarle un salario seguro y apartarle de
las inclemencias de un trabajo a la intemperie.
A pesar de ello, y por vez primera, en su ánimo brotó
la duda. No estaba muy convencido de la
conveniencia de aceptar la propuesta de su amigo
Julián. Como siempre hacía, se decidió por
pedir consejo a su abuela Matilde, mujer a quien
Matías tenía en gran aprecio y estima, y a la
que siempre acudía cuando algún contratiempo se
interponía entre él y el sueño, y en ninguna
ocasión se había sentido defraudado, pues los
consejos de su abuela eran el sazonado fruto de
una experiencia de muchos años de vida.
Cuando acabó de referirle a su abuela las dudas que le
embargaban, y como parecía que la tarde había
enfriado un poco, ésta le invitó a sentarse a su
lado, junto al fuego del hogar.
Por unos momentos, ambos permanecieron callados, con los
ojos clavados en el crepitar de las ardientes
astillas de madera de olivo, de donde parecía
salir hacia arriba una legión de minúsculos
duendecillos rojos cabalgando sobre veloces
corceles grises para desvanecerse al momento.
Sin preámbulo alguno, rompió la abuela aquel
improvisado silencio, y, sin razón aparente,
comenzó a relatarle esta historia.
―Cierto abogado ―comenzó a decir la buena anciana―
fue invitado a los festejos de una boda que se
celebraba en su pueblo natal, un tanto distante de
la ciudad en que vivía.
»Puesto en camino, el abogado encontró, al borde de la
carretera, un cesto lleno de peras. Como era de
mañana, le sobraba apetito para comer, pero lo
cercano del banquete lo indujo a despreciar la
fruta, y así, dando un puntapié al cesto, lo
arrojó al lodo.
»Prosiguiendo la marcha, se encontró delante de un
riachuelo que debía cruzar, pero tan crecido
venía a causa de las lluvias que la corriente se
había llevado el puente. No habiendo por allí
ninguna barca que le permitiera la travesía, se
volvió a casa por el mismo camino, sin haber
comido nada.
»En tales circunstancias, el hambre empezó a acosar su
vacío estómago a tal extremo que, al pasar
delante de las peras, que ahora yacían revueltas
en el fango, no tuvo más remedio que recogerlas y
comerlas, después de haberlas limpiado una a una
lo mejor que pudo.
Con un ligero golpe tos, la abuela dio por concluido su
relato, para ceder de nuevo su atención a las
persistentes llamitas cuyo calor ya se había
hecho necesario.
―Poco rentable es el campo en estos tiempos que
corren ―prosiguió la abuela―. He sido
mujer y madre de labradores y sé que el valor de
las cosechas apenas cubren los gastos a pesar de
lo caro que resulta en ocasiones comprar en el
mercado lo mismo que se ha vendido al pie del
árbol. Los muchos intermediarios que meten las
manos entre un punto y otro encarecen injustamente los frutos. Pero la tierra que
engendró esos frutos siempre está ahí, siempre
la tendrás fiel a tu servicio y jamás te
abandonará. Por cada grano de trigo que le des,
ella te devolverá cien, y, cuanto más la mimes
con tu trabajo,
más espléndida será contigo. A lo largo de mi
vida, aunque hemos atravesado tiempos adversos,
nuestra familia ha disfrutado de buenos momentos
que la ha compensado de los rigores pasados. Y
mientras en otras partes había necesidad, en
nuestra casa jamás faltó un trozo de pan que
llevarse a la boca... gracias a nuestras tierras,
gracias al campo. Ya eres mayor y te considero un
chico inteligente. Sopesa, pues, qué es lo más
seguro para ti. Estoy segura de que sabrás optar por lo
mejor.
Matías comprendió al momento lo que su abuela había
querido decirle, y, levantándose de su asiento,
encaminó sus pasos hacia la calle: había
decidido permanecer en el pueblo y continuar
trabajando la tierra, pero, desde ahora, con más
ahínco y convencido del sentido de su labor.
Meses más tarde, una profunda crisis económica abatió
miles de puestos de trabajo en las ciudades; sobre
todo, en el sector de la hostelería. El pobre
Julián fue uno de los afectados, a quien no
quedó más remedio que regresar a su pueblo y acudir a
Matías para ofrecerle su ayuda en las tareas
campesinas.
Los dos amigos aunaron su esfuerzo y trabajaron durante
años aquellos terrenos, que, gracias al trabajo y
sacrificio de ambos, fueron creciendo cada vez
más, hasta convertirlos en una gran finca, que
hoy día permite a sus familias vivir con holgura
y comodidad.